Dejamos de ser quienes somos para ser otros, entramos a un lugar y nuestro comportamiento cambia, siempre por el mismo juego. Y de ahí mi reconocimiento por la influencia que tiene, pero no por su educación. Queda camino por recorrer.

El pasado sábado, día que uno puede almorzar sin mirar el reloj, fui con un antiguo amigo, esos que se pasan todo el día hablando de futbol, a atacar un bocadillo de tortilla de patata. Se nos ocurrió salir del ambiente del bar al que solíamos ir, y acabamos en una escuela de futbol. Pues eso, que de recuerdos, creerme que por ahí no pasa el tiempo. Un sábado por la mañana, cuatro campos de fútbol, un sol radiante, seis horas por delante y un bar, a quien le gusta el futbol no nos falta nada. Si además juega nuestro hijo, pasa a ser el día que casi todo padre soñamos.

Estábamos todos, personas de más edad que radiaban todo el partido, ese hombre del gyntonic, el delegado (gotas de sudor en frente) agobiado dirigiendo el gentío, los padres y madres de los chicos, el cadete que calentaba y jugaba después, los árbitros etc etc. Aquí vino el barrio entero, los niños porque jugaban, y nosotros porque agradecemos  que ellos lo hagan. Eso si felices todos no nos íbamos a ir, es un deporte y la mitad de los que estamos no podíamos ganar.

Por un instante detengo la mirada en el árbitro, me pregunto ¿Cuando ganara él? Si, y es que me quede reflexionando, ausente de lo que me rodeaba, sin acordarme que había venido con mi amigo, en ese momento escuché de fondo gritos, mofas e insultos, al parecer un penalti señalado tenía la culpa. Ahora mismo no me viene otro, pero es el único trabajo que en tu nómina incluye ser insultado, descalificado, en el mejor de los casos criticado y en el peor agredido. Mi reflexión fue más allá, me giré y no, no había ultras aquí, eran los padres de los chicos, los que tenían ese comportamiento, esos mismos que soñaban con pasar un día así y esos mismos que el resto de horas de la semana, eran el ejemplo de sus hijos. Si el árbitro es el que nunca ganaba, imaginé a ese niño que gane o pierda, interioriza como correcta  y adecuada esa conducta de su padre. Dejé de reflexionar, está normalizado, en el campo pasaba inadvertido y yo me estaba preocupando, ya había terminado mi bocadillo.

Me salí del polideportivo con mi amigo, ahí todos volvíamos a ser quiénes éramos antes de entrar. Pasamos un buen sábado de fútbol, vino el barrio entero, ganaron los azules, pero perdimos todos y nos fuimos sin saberlo.

 

— CARLOS SANTOS —

Columna de opinión